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Acerca del aprendizaje

Acerca del aprendizajePensar en el diagnóstico psicopedagógico nos lleva necesariamente a pensar en el aprendizaje. Pero, ¿a qué nos referimos cuando decimos “aprendizaje”? Bajo la aparente simplicidad y familiaridad de esta palabra subyacen múltiples supuestos que es necesario indagar. 

Las primeras investigaciones científicas vinculadas a la cuestión del aprendizaje son las que surgen a partir del conductismo y de la teoría del condicionamiento. La búsqueda de concebir una psicología científica al amparo de la ciencia “natural-positiva” llega en estas corrientes a su culminación, y expresa en la psicología el auge del paradigma racionalista moderno. Dicho en otros términos, la pregunta por el aprendizaje conlleva un conjunto de supuestos de orden filosófico que se enmarcan en un contexto histórico-social, el de las sociedades occidentales industrializadas. Las sociedades, las culturas, construyen sus propias lógicas -sistemas de significación e interpretación del mundo y organizadores de su realidad- que se sostienen en verdades y saberes legitimadores y pilares de dichas instituciones. 

Podemos pensar entonces que el surgimiento del concepto de aprendizaje y de las investigaciones destinadas a investigar los procesos psíquicos que sostienen su desarrollo en los sujetos pueden comprenderse como cristalizaciones del paradigma lógico positivista, que algunos epistemólogos contemporáneos denominan paradigma de la simplicidad (Morin, 1994) o paradigma de la escisión (Castorina, 2007). 

Posteriormente, tanto las concepciones cognitivistas como constructivistas plantean el aprendizaje como un proceso cognitivo, con exclusión de las dimensiones subjetivas y afectivas -que son consideradas a lo sumo como motor, aspecto energético de la conducta, pero exteriores siempre a la estructuración cognitiva–. De este modo, estas miradas se posicionan en una concepción racionalista que conlleva supuestos claves respecto de la actividad psíquica. Así, se han escindido los aspectos afectivos del aprendizaje, se han neutralizado los sentidos subjetivos que se producen en el encuentro del sujeto con un producto de la cultura, se ha cercenado el cuerpo del que aprende del proceso de apropiación subjetiva del objeto, se ha elevado la racionalidad al rango de única forma de producción de conocimientos y se ha degradado el proceso de producción de experiencia a una simple anexión integrativa de significados conceptuales. 

Tales supuestos se inscriben en una lógica que es la lógica de base aristotélica y en el modelo de las ciencias naturales de corte positivista en que se organiza el pensamiento moderno,  e implican:

  • la división dualista mente-cuerpo, razón-afectos.
  • una jerarquización de las funciones psíquicas escindidas: se considera la existencia -por un lado- de procesos psicológicos “superiores”, que son los que se corresponden con las actividades de abstracción y formación de conceptos cognitivos, de acuerdo con principios lógicos de inspiración aristotélica (tales como el principio de no contradicción, el principio de identidad, etc.) y -por otro- de procesos psicológicos dependientes de funciones psíquicas no racionales, ligados a procesos “afectivos”.
  • una división tajante entre el sujeto  y el mundo (objeto), considerando al sujeto como una entidad independiente y diferenciada del mundo y a este último como exterior e independiente (objeto) del sujeto cognoscente.
  • el ideal de la objetividad: se atribuye al sujeto la capacidad y posibilidad de dar cuenta del mundo objetivo y de elaborar sistemas de verdades “objetivas”, con la necesidad de “neutralizar” la subjetividad, considerada como fuente de errores y distorsiones. El conocimiento se supone un reflejo interno neutro y objetivo de la realidad exterior.
  • una tendencia a categorizar el funcionamiento subjetivo sobre la base de leyes y principios generales, de carácter estadístico, que dan cuenta del funcionamiento psicológico “normal” o sano.
  • la búsqueda de análisis deterministas que reducen el funcionamiento psíquico en términos de relaciones de causas y efectos. 

De este modo, la constitución de los problemas y las tesis de estas líneas de trabajo que abordan el aprendizaje han supuesto distintas formas de dualismo ontológico (sujeto-objeto, afectos-razón, cuerpo-psique, etc.) y de reduccionismo epistemológico (innatismo o contextualismo), mientras que las formas de abordaje metodológico en las investigaciones sustentadas en esos supuestos han oscilado entre el descriptivismo ateórico de las corrientes empiristas y el teoricismo formalista de las corrientes estructuralistas, partiendo de la escisión supuesta entre el sujeto y el objeto y anulando ya sea el primero (en el caso del empirismo) o el segundo (en el caso del teoricismo) (Cantú y Diéguez, 2008). 

Considerando esta pesada herencia histórica, ¿vale la pena seguir utilizando el concepto de aprendizaje? Un constructo teórico (el aprendizaje) que soporta la tradición del paradigma de todo el pensamiento moderno, ¿tiene aún esperanzas de seguir siendo útil para pensar la experiencia o, por el contrario, constituye un obstáculo epistemológico si intentamos dar cuenta de la complejidad?  Esta pregunta es relevante puesto que los conceptos no son denominaciones de realidades preexistentes sino construcciones que crean el objeto que dicen nombrar; decir “aprendizaje” no es designar una realidad exterior, sino modelar la experiencia de una determinada manera: aquella con la cual el pensamiento moderno estructura nuestras formas de pensar, sentir y ver la experiencia del sujeto en la cultura, así como de preguntar por ella. 

El desafío de una concepción que no parta de estos supuestos que escinden la experiencia del sujeto en el mundo es reintegrar esas dimensiones tradicionalmente excluidas y escindidas: la subjetividad como proceso de producción de sentido y no como fuente de error y distorsión. ¿Seguiremos llamando “aprendizaje” a esa experiencia? Sí, a condición de resignificar lo que entendemos por “aprender”. 

La etimología nos ayudará en este camino. La palabra “aprender” viene del latín apprehendere, compuesto por el prefijo ad- (hacia), el prefijo prae- (antes) y el verbo hendere (atrapar, agarrar). Queda claro que se trata de un movimiento activo del sujeto hacia, es decir de una marcha -que llamaremos de investimiento- hacia un objeto exterior. O sea que en el aprender la circulación no es de afuera hacia adentro –como lo querría el empirismo- sino doble: de adentro hacia afuera y de afuera hacia adentro. 

La etimología también nos enseña que ‘prender’ y ‘sorprender’ pertenecen a la familia verbal que deriva de prehendere, lo mismo que, obviamente, ‘comprender’. Y es que la impresión producida por algo imprevisto no puede desconocerse como una dimensión central del aprender. No hay aprendizaje si no hay tal encuentro con lo no familiar y lo no reductible a las certidumbres tranquilizadoras con las que las significaciones instituidas clausuran la búsqueda de sentido. Este encuentro es un encuentro complejo: en tanto promueve novedades es placentero y displacentero a la vez, implica el acceso a lo nuevo y la pérdida de lo viejo, el investimento de nuevas formas de gratificación más complejas y la necesidad de abandonar –por lo menos parcialmente- algunos referentes identitarios y formas de satisfacción anteriores. Por eso, el aprendizaje no sólo se asocia al placer sino también al displacer y a la angustia. Para aprender es necesario un movimiento que se sostiene no sólo en el investimento del objeto sino también en el investimento de la propia actividad y de sí mismo como capaz de sortear los obstáculos y dificultades que implica ese complejo proceso. 

Teniendo en cuenta esto, es evidente que la definición piagetiana de la inteligencia como equivalente y sustituta de la adaptación biológica muestra sus limitaciones cuando intentamos comprender las formas y modalidades de producción de un sujeto singular y cuando recordamos con Castoriadis (1993) que el funcionamiento del sujeto humano es profundamente desadaptativo. Por lo tanto, la conceptualización psicoanalítica del pensamiento y del aprendizaje no puede contentarse con asignar a éste una función de exploración del mundo externo, puesto que esta exploración está relacionada con el trabajo psíquico que desemboca en la constitución de las representaciones inconscientes y su comunicación con la consciencia a través del preconsciente. Es decir que, si bien el pensamiento requiere el ordenamiento lógico característico de los procesos secundarios, la producción de conocimientos involucra aspectos pulsionales e inconscientes que no son exteriores al proceso mismo de producción sino que constituyen al pensamiento como tal.

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