3. Figuras de lo femenino y de lo masculino
Para examinar cómo aman los hombres y las mujeres partiremos de estudiar cómo sitúa Freud la feminidad y la masculinidad, y su incidencia en la vida amorosa.
Para Freud, la sexualidad femenina era misteriosa e enigmática, por eso la llamó dark continent (continente oscuro). En cierta oportunidad le confesó a Marie Bonaparte que a pesar de sus años de investigación del alma femenina, cierta pregunta permanecía sin respuesta: "¿Qué quiere una mujer?". En realidad, ese desconcierto vale para todos, incluso, y tal vez sobre todo, para las mujeres.
Las diferentes figuras de lo femenino se constituyen a partir de la tensión entre lo singular de una mujer y el ideal que se propone para todas. Cada figura aísla un rasgo de las múltiples configuraciones extraídas de los cánones culturales de las distintas épocas. En la Antigüedad encontramos las guerreras; las diosas y sacerdotisas en los griegos; las místicas y hechiceras en la Edad Media; las vírgenes y religiosas a través de los tiempos; la madre y la hija; la mujer como objeto de intercambio en la sociedad feudal; la prostituta, la esposa y la amante. Veneradas o maltratadas, respetadas o ignoradas, las figuras de las mujeres se multiplican y siguen su propio destino.
Freud aborda esta cuestión en su artículo "El motivo de la elección del cofre" (1913; en Obras Completas, vol. XII. Buenos Aires: Amorrortu). Toma como punto de partida un episodio de El mercader de Venecia de Shakespeare. Porcia es obligada, por la voluntad de su padre, a casarse con el que elija el cofre correcto entre los tres que le serán presentados: de oro, de plata y de plomo. Los dos primeros, que eligen el oro y la plata, fracasan: el éxito es del que elige el plomo, Bassario, el favorito de Porcia. Freud pone en equivalencia el episodio de la elección del hombre entre tres cofres -símbolos de mujeres- con otras historias de la literatura y de la mitología.
En otra obra de Shakespeare, El rey Lear, el viejo rey decide distribuir su herencia entre sus tres hijas de acuerdo al grado de amor que le demuestren cada una de ellas. Las dos primeras proclaman todo tipo de juramentos y elogios. La tercera, Cordelia, rechaza hacerlo y permanece en silencio. Irritado, el padre divide su reino entre las dos primeras hermanas. Este gesto lleva a la perdición del rey: las hijas lo despojan de su fortuna y la única que permanece fiel al padre es Cordelia, la que más lo quiere y que ofrece su vida por él. De la misma manera, también Cenicienta, la más pequeña, la que se oculta cuando vienen a buscar a la propietaria del zapato perdido, es la elegida en desmedro de sus dos hermanastras.
El cofre de plomo, Cordelia que calla, Cenicienta que se oculta, son historias que evocan -según Freud- a las Moiras, también llamadas Parcas, que en la mitología son las divinidades que hilan el destino. La primera hila la vida, la segunda la desarrolla y la tercera, la muerte, corta el hilo de la vida.
La interpretación freudiana une a estas tres mujeres con tres relaciones que tiene el hombre con la mujer: la madre, la mujer que viene en su lugar, y finalmente la muerte, que triunfa sobre las otras dos. Estas figuras de mujeres trazan los avatares de los encuentros posibles. Kawabata, en Las bellas durmientes, desarrolla esta idea a través de un hombre que se acuesta con una virgen dormida a condición de no tener relaciones sexuales con ella. Esta presencia dormida le hace revivir las figuras de las mujeres que lo acompañaron a lo largo de toda su vida. Al final, la muerte viene a buscarlo.
Las figuras de las mujeres no son independientes de los hombres que las captan. Esto debe ser planteado en forma genérica: hombres y mujeres quedan involucrados en las imágenes que las mujeres se hacen de ellas mismas. De esta operación queda un resto, a solas en cada mujer, del que surge un enigma que se cristaliza en la pregunta caricaturesca: "¿Qué es una mujer?". Un diálogo sin salida se instaura en la relación entre los sexos. "¿Qué quiere una mujer?", pregunta el hombre; "¿Qué es una mujer?", responden perplejas.
Las imágenes femeninas están construidas como un efecto de discurso. Lo simbólico modela los ideales con los que las mujeres se identifican para responder al enigma de la sexualidad femenina y lograr así ser deseadas y amadas por su partenaire. El ideal de mujer que se construye en cada época indica la imagen que debe ser alcanzada para contornear la inquietante búsqueda que se aloja en cada una. Las producciones literarias, artísticas y filosóficas reflejan este movimiento creacionista. Por ejemplo, en In vino veritas, Kierkegaardpresenta a la mujer como una imagen construida por los dioses: “Los dioses, pues, idearon a la mujer bajo la forma de un ser grácil y etéreo como la bruma de las noches de verano y, no obstante, lleno de carne y jugoso como una fruta madura (...) El hombre, en cuanto la viese, se asombraría como quien ve frente a sí mismo su propia imagen (...) al mismo tiempo que le seguiría pareciendo tan familiar y necesaria que, de no haberla inventado los dioses, lo habría hecho él mismo, ya que sin ella no podía vivir, porque era la mayor necesidad de la vida y, no obstante, su mayor enigma.”
Las diferentes figuras de lo femenino se constituyen a partir de la tensión entre lo singular de una mujer y el ideal que se propone para todas. El ideal de mujer que se construye en cada época indica la imagen que debe ser alcanzada para contornear la inquietante búsqueda que hay en cada mujer.
Desde el nacimiento de la literatura en el siglo XII, correlativo al amor cortés, las mujeres siempre ocuparon un lugar como personajes novelescos o sujetos de reflexión. Mucho antes, en La Biblia, encontramos figuras célebres de mujeres, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, que retratan momentos históricos y modelos propuestos. Tomemos, por ejemplo, la polémica que entablan en el siglo XVIII Thomas y Diderot en relación con las mujeres. En 1772 Thomas publica El ensayo sobre el carácter, las costumbres y el espíritu de las mujeres en los diferentes siglos, en el que aborda la cuestión de qué es una mujer. Diderot y Madame de Epinay dialogarán con este trabajo (Thomas, A.; Diderot; Mme d’Epinay (1989). Qu’est-ce qu’une femme? Paris: POL).
El problema central que se plantea es saber si la mujer es igual o diferente al hombre, cuestión central en los movimientos feministas y sociales contemporáneos. Aunque Thomas subraya la importancia del medio social en el espíritu de la mujer, termina por establecer una distinción de naturaleza entre la falta de análisis en la mujer y la capacidad de síntesis del hombre. Las mujeres están más próximas de lo irracional, de la imaginación, de la relación con los sentidos; los hombres poseen una mayor capacidad de desarrollo científico e intelectual. Estas apreciaciones fueron realizadas un siglo antes de que las mujeres se introdujeran en forma masiva en la cultura, dominio que hasta entonces quedaba reservado sólo a los hombres. La opinión de Diderot sobre las mujeres no se aleja tanto de la de Thomas. Considera que las mujeres son seres de pasiones y de emociones dirigidas por sus órganos genitales: el eje de su existencia está dado por la aparición de su primera menstruación, por la posibilidad de ser madre, y por la menopausia. Encarna la fuerza del instinto frente a la razón y la cultura.
La tercera posición en esta aparente "polémica" pertenece a Madame de Epinay. Toma partido por una posición más igualitaria: los hombres y las mujeres poseen una misma constitución, pero lo que los vuelve diferentes es la cultura y la educación. Su argumentación es un antecedente de la de Simone de Beauvoir que, en El segundo sexo, afirma que no se nace mujer sino que se llega a ser mujer. Las características femeninas no son tan naturales como se pretende, puesto que el carácter y la fuerza intelectual serían idénticos en el hombre y la mujer si la sociedad y la educación no intervinieran.
En la discusión del siglo XVIII se presentan tres posiciones: Thomas afirma que existe una diferencia de naturaleza que las conduce hacia lo irracional; Diderot acentúa lo real del sexo; y Madame de Epinay subraya la acción del medio social sobre la mujer.
Del lado masculino, la pregunta de cómo ser hombre en una sociedad que tiende a feminizar la posición masculina como consecuencia de la caída de la figura paterna clásica, y que impone exigencias cada vez más difíciles de sobrellevar en la vorágine del siglo XXI, las dificultades no son menores. Como lo indica Jacques Lacan, no basta con que el hombre tenga el falo, tiene que arreglárselas para operar con él, tiene que apropiarse de aquello que le fue concedido.
Vemos así que la feminidad o la masculinidad no pertenecen a un dato de la naturaleza. Es por ello que la elección del sexo y del objeto no está determinada por el destino anatómico sino que depende de la posición que el sujeto adopte en el mundo simbólico.
Freud opone lo masculino y lo femenino en el sentido psicoanalítico. Distingue tres sentidos de estos términos: 1) Biológico, que distingue el espermatozoide del óvulo y sus funciones; 2) Sociológico, que se ocupa del comportamiento; 3) Psicoanalítico, en el que se los emplea en el sentido de actividad y pasividad respectivamente.
A partir de estas distinciones, la feminidad y la masculinidad serán articuladas con la libido y con la oposición activo-pasivo que resulta del complejo de castración.